sábado, 14 de abril de 2018

Llega el invierno y esa necesidad casi mortal de abrazarnos, de acurrucarnos, de arremolinarnos, de arruncharnos. Se va el calor y con el se van los movimientos libres, los amores con alas, las noches a sabana limpia, la tela que parece vapores. Llega el frió y con él esa astucia para relacionarnos de otra manera, la época de las pantuflas, la peli en la cama, la cena en casa. Se va el verano y desaparecen las terrazas, los bailes de acera, la piel sudando al borde de la pileta. Llega el invierno con el vino en la mano y parece que el universo conjura para encontrarnos, para entrelazarnos, para descubrirnos en la puerta de casa, dejando pasar al amor de verano.

jueves, 18 de enero de 2018

Ya los cafés no son iguales



Ya los cafés no son iguales.

He ido unas cuatro veces al cafecito aquel en el que había una salita de cine atrás, con el proyector y sofás para disfrutar de buenas pelis a precios económicos, para la gente del barrio. Solo hasta hoy por la tarde lo encontré abierto, o que decir, medio abierto. Me asome a la puerta y no reconocí nada. Ya no es igual.


De los colores de las paredes, los libros de las estanterías y las plantas, no hay rastro alguno. Los sofacitos y taburetes fueron reemplazados por sillas comunes, de esas sin encanto. Ya no hay carteles de cine, ni botellas de la cerveza española hecha en Bélgica que tenia en la etiqueta un gallo y sabe Dios como se llamaba.


Ya no estaba el mostrador con las tortas que comíamos como capricho y premio de las interminables jornadas. Había unas personas dentro, pero no había rastro del chico amable que nos ponía las tapas, nos servia el humus, nos daba el té; ese que en silencio nos acompañaba en las mañanas de estudio y las tardes de trabajo desde atrás del mostrador.


Ya no es igual ni la fachada, aunque de lejos quedan las sombras que dejó el tiempo de las letras en 3d que decían "Café Kino". Ya no hay en la puerta la cartelera del mes con las pelis y los horarios. Ya nada es igual.


Me fui con tristeza de aquel lugar en el que pasé tantas tardes en Madrid, pero aun con la esperanza de que el otro cafecito, "La Fugitiva" de la esquina del mercado de Antón Martin, no hubiera cambiado. Por este también había pasado varias veces en estos días, saboreandome sus postres y deseando leer en una de las mesas rodeadas de libros.


Finalmente después de la siesta lo encontré abierto. Al entrar no reconocí nada. Las estanterías con libros independientes y fanzines se convirtieron en destartaladas bibliotecas cargadas de libros usados. No había rastro de los postres, ni de la maquina de café.


No había música, no estaba lleno como siempre. Me asomé al mostrador y me atendió un hombre con un acento extraño que me dijo que me lleva la carta a la mesa. Las mesas no eran las mismas tampoco.


Me paso la carta, que no reconocí, busque las tartas de siempre, el té y no encontré nada. El hombre volvió a mi mesa y mientras tomaba mis cosas para salir le dije: "¿Hace mucho cambio de dueño?". Un poco sorprendido me respondió "Hace un año y medio mas o menos".


Salí bajo la lluvia inclemente de este extraño invierno en Madrid y entendí, por fin la cantidad de tiempo que ha pasado, tres años y medio son un montón. Me di cuenta de lo mucho que han cambiado algunas cosas, de lo poco que han cambiado otras, pero aún así ni eso logra que yo cambie todo lo que siento por Madrid.

Hoy volví al parque



Hoy volví al parque. Llegue a buscar el banquito en el que alguna vez dejé escrito mi nombre hace 4 veranos, mientras Madrid me amaba y yo contemplaba el atardecer. Al parecer el clima o el ayuntamiento lo han borrado, pero el banquito sigue ahí. Recuerdo que aquel día, el sol se empezaba a perder en las cumbres de los cerros, mientras Madrid y yo nos abrazábamos como intentando entender aquellas ultimas horas juntos. En términos generales el parque esta igual, a pesar de que ahora es invierno y ha llovido mucho los últimos días. El banquito, nuestro banquito, lo ocupa un tío que aprovecha los pocos rayos del sol de estos días, mientras mira el móvil y alrededor revolotean las palomas en busca de algo de comida (ya hasta escribo como española). Han puesto una reja que divide el parque de la otra plaza, justo donde me sentaba pies colgando a ver de lejos Madrid, en un silencio que solo yo entendia, en mi rincón favorito de esta ciudad.


Me doy cuenta de repente que desde que cruce el parque, no he parado de llorar. No es un llanto amargo, no es un llanto de dolor. Es por el contrario, una nostalgia de lo más linda la que me oprime el pecho, una nostalgia que por fin se ha convertido en las lagrimas que llevaba guardando hace meses.


Me asomo por la reja, para comprobar que todo sigue igual cuesta abajo. Respiro profundo para intentar minimizar el caudal de llanto. ¿Por qué Madrid siempre me hace esto?. Cierro los ojos y en un flashback recorro los últimos años. Es increíble como a veces olvidamos todo lo que hemos hecho, todo de lo que estamos hechos. Es increíble como llevo un día aquí y he recorrido 16 km de mis rutinas prestadas, de las calles que ya no son mis calles, de los tiempos que ya no son mis tiempos. Tengo dolor de pies, pero siento que necesito volver a andar cada paso, a revivir cada momento, a volver a encontrarme en este lugar que me hizo feliz; en este pedacito de tierra en el que aprendí a amar libre, a añorar, a sentir sin vergüenza esta nostalgia de la buena.


Han pasado tres largos años desde mi última visita a Madrid y aun entro a los negocios que visitaba en mi día a día, hace cuatro años cuando vivía aquí y salen de atrás de los mostradores abrazos cálidos, miradas de sorpresa, palabras de alegría por estos reencuentros inesperados. Aun me cuesta creer que en el restaurante, en el bar, en la imprenta, después de todos estos años, sigan acordándose de mi; extranjera en esta tierra, y en otras tantas, pero tan madrileña como unas cañas con tapas en una terraza de La Latina o un poema de un cantautor de Lavapiés. Es increíble como sigo siendo capaz de recorrer las calles sin perderme, sin preguntar, recorriendo las fachadas, los balcones, las puertas, los negocios. Aquí había un banco y ahora hay una panadería, aquí había una frutería y ahora hay un negocio. Saboreo viejos sabores y rememoro olores que me transportan a situaciones especificas de esos tiempos prestados.


Me pregunto mientras me seco las lagrimas si realmente he elegido mi lugar a consciencia, si realmente es Buenos Aires mi lugar en el mundo, como tantas otras veces me lo pregunte aquí en Madrid. Vivo en un eterno sube y baja que solo Fito Paez ha sabido describir "No se si es Baires o Madrid". Me imagino una semana en un pisito en Tirso de Molina, aunque no fuera El Bunker, y me río a carcajadas con la idea, pues Madrid siempre ha sido ese lugar que me ha hecho dudar de Buenos Aires, y pasa el tiempo, y nada cambia. Todo sigue siendo igual.


Tan parecidas, tan distintas. Tan complicado volver al parque, al banquito y no cuestionarse, no pararse frente al atardecer a hacerse mil preguntas. Pero entiendo entonces que la oportunidad que tengo ahora es única, que mi Madrid no seria nada sin mi Buenos Aires y mi Buenos Aires no seria lo mismo sin mi Madrid. Que los railes de hace unos años, han modificado su camino y ahora uno es Buenos Aires y el otro por supuesto, es Madrid. Estar aquí y ahora es un recordatorio de lo que he recorrido, precisamente del camino de esos railes, de todo lo que he trazado, de cada decisión tomada, de cada cuidad por la que he pasado, de cada sabor, de cada olor, de cada abrazo, de cada lagrima, de cada sonrisa, de cada imagen grabada en mi retina y en mi memoria.


Una vez más siento que llegue a Madrid, ciudad sincrónica, para entender mejor a mi yo de ahora, para encontrarme de nuevo con lo más profundo y esencial de mi misma. Eso solo lo podía lograr, volviendo al pasado, volviendo a este lugar en el que amé la vida, recordando todo lo que fui; entendiendo porque llegue hasta aquí. Este sin duda es el empuje, la fuerza, el motor, el momento del salto, en el que vuelvo a sacar la mejor versión de mi.

Joder, que bonito

Joder, que bonito es el amor. Qué bonito es amar libre, sin amarrar, sin ataduras, amar en esencia. Amar de verdad. Joder, que bonito es encajar en ese abrazo que compartes con otros pero que siempre llevará tu molde. Joder que bonito es volver a los rincones perdidos donde nos amábamos bajo las sombras de los madroños, a esos rincones que ya no son nuestros y transitarlos y hablarlos y respirarlos y fumarlos en esencia. Joder, que bonito es ver la puesta de sol en Madrid, en silencio, rememorando nuestros mejores tiempos, nuestros días más felices, nuestra historia perfecta tipo Disney. Joder, como cambian algunas cosas, y como hay otras que nunca cambian. Joder, que bonito es sabernos sin palabras, entendernos con miradas, reconocernos en la distancia aunque hayan pasado 1141 días sin tenernos cerca. Joder, qué bueno es este amor del bueno, este querernos sin echarnos de menos. Joder, y coincidir, tan difícil que es coincidir. Y permanecer aunque no sea como antes. Y vernos y sentir que no ha pasado el tiempo y ser capaces de leernos la mente incluso antes de encontrarnos en nuestro lugar de siempre, en la misma esquina. Joder, y hacer los mismos recorridos y caminar los mismos pasos y sonreírle a la vida paradójica que nos une y nos desune. Joder, que lindo es este amor.

Caramelos de Menta


Los caramelos de menta eran una cosa seria, polémicos en su elaboración, adictivos hasta matarte de risa. Ella, nunca estuvo de acuerdo con los caramelos de menta, pues en el lugar del que venía, los caramelos de menta se traficaban. Se traficaban a costa de gente que la pasaba muy mal, a quienes obligaban a permanecer horas de pie, batiendo el azúcar y mezclandola con la menta, mientras les gritaban y los forzaban a estar lejos de sus seres queridos. Para él, los caramelos de menta, eran cosa del día a día. Los consumía en la calle, cuando se iba de botellón con los amigos, en el parque, en el local con los colegas.

Desde el día en que se conocieron, supieron que una de las pocas cosas en las que no coincidían era en los caramelos de menta. Pasaban las tardes juntos, de la mano, abrazándose bajo los atardeceres de una primavera que estaba por terminar y de un verano que estaba deseando el solsticio para comenzar. Pero nunca, en sus andanzas, había caramelos de menta. Él ni siquiera se atrevía a llevarlos a las citas clandestinas con ella, ni mucho menos a comerlos antes de salir para encontrarse en la esquina del 35; pues sabia el enojo que le producía a ella notar el olor a menta intensa impregnada en su piel, notar el sabor en sus besos.

Vivieron un amor de puta madre, de esos que no son capaces de terminar de describir las novelas de los grandes escritores de la historia, esos que ni las películas pueden calcar a la perfección. Un amor libre, desinteresado, que abrazaba el desequilibro y las diferencias; un amor que no juzgaba, un amor que entendía que cada uno debía ser en un lugar y que ese quererse sin amarrar, era sin duda lo más valioso que habían logrado construir.

Fue la historia más hermosa jamás contada, porque nunca alcanzarán las charlas con cervezas, ni los poemas de los poetas, ni las canciones de los cantautores para comprenderla. Pero un día tuvieron que separarse. Se acabaron las caminatas por el parque y los abrazos bajo la luna escuchando un saxofón llorando al lado del palacio. Se acabaron los planes de viajar a Japón, se acabaron los besos bajo las sombras de los árboles. Se acabaron las caricias prohibidas en las salas de cine y los labios buscándose entre cerveza y cerveza. Pero ese amor puro, esa esencia no desapareció de los corazones de él ni de ella.

Y así paso la vida y pasaron los años. Ella, inquieta, cambio innumerables veces su rumbo, hasta que encontró un lugar para echar raíces, porque su naturaleza, su esencia siempre fue esa. Él en cambio permaneció fiel al barrio, a las mismas calles, porque su corazón no podía ser en otro lugar. Se amaron y se entendieron así, sin nudos, sin echarse de menos, sin cadenas. Se amaron entregados, generosos, abiertos. Se amaron en esencia.

Cuatro vueltas al sol después, de aquel día que se despidieron; una tarde de invierno, Madrid volvió a cruzarlos. Horas antes de salir al encuentro, ella pensó en decirle que llevara unos caramelos de menta para comer juntos, pero dio por sentado que él llevaría. Unas horas antes de salir, él pensó que aunque fuera al centro por poco tiempo a encontrarse con ella, llevaría unos caramelos de menta, porque a lo mejor con el tiempo, había cosas que habían cambiado y quizás a ella ahora le gustaban.

Después de un rato entre risas y cervezas, llego a la mesa servido en bandeja, el tema de los caramelos de menta. Ella le expuso sus nuevos motivos, impulsados por sus viajes y su nuevo hogar, tal como años atrás lo había hecho con argumentos contrarios. Sin más decir sobre el asunto, caminaron recorriendo los mismos lugares que tiempo atrás habían vivido juntos, esos lugares en los que amaron la vida, esos lugares en los que se permitieron amar en esencia.

Mientras contemplaban desde su plaza, desde su rincón, el atardecer de aquella ciudad que una vez más los acobijaba, él saco de su bolsillo unos caramelos de menta. Empezó a comer sin decir ni una sola palabra, con los ojos perdidos en el horizonte. Cuando ella se dio cuenta, lo único que atino a decir fue “compartir con alegría”, mientras lo miraba sonriente.

Quien lo iba a imaginar... Esa tarde descubrieron que su esencia seguía siendo la misma, que hay cosas que cambian con el tiempo, pero hay otras tantas que siempre serán iguales.Comprendieron, que su amor era tan fuerte, que no hacían falta las palabras, para entenderse, para saberse, para leer lo que el otro estaba pensando, para entender cuanto el otro había cambiado. Descubrieron, que el amor que se tenían era un amor que perduraría siempre y que su historia seria la historia de amor más bonita, jamás contada.

Y así fue como la vida, paradójica los encontró a él y a ella, años después, en el mismo lugar de siempre, el mismo parque, bajo un atardecer de invierno, compartiendo caramelos de menta.

viernes, 31 de julio de 2015

Giro 360º

Mientras tomo café, abro el libro y lo primero que encuentro es un pequeño papel con aquel poema, que un día recibí por correo. Entonces el tiempo retrocede en mi cabeza como la cinta de un viejo casette. Aun después de tanto tiempo me pregunto si volver era la respuesta a aquel gran misterio. Empiezo a sentir cosquillitas en el estomago al recordar que aquellos días, cerca de partir, me sentía como me siento hoy a unos 365 días de distancia en el tiempo, a futuro. Hay algo en los días de verano que poco a poco se acomodan en estas montañas, que tiene un aire particularmente familiar y me recuerda un poco a aquel momento antes del final. Tal vez nunca comprenderé si la respuesta era haber atendido aquel llamado, o si una noche mas en la ciudad sincrónica hubiera cambiado mi rumbo para siempre. No me mortifico, solo asumo lo que decidí el día que volví a volar, sin saber que el regreso podría estar tan cerca. Ahora me detengo en cada detalle, en las letras de las canciones, en los versos de los poemas, en las conversaciones de la gente por la calle, siento el viento rozando mi cara y no paro de soñar y de llenarme la cabeza de ilusiones en forma de avioncitos de papel y fotografías. El sol se oculta para dar paso a la lluvia y luego al arcoíris, y me parece que es como el sube y baja de emociones que dan paso a los días en este lugar, unos soleados, otros lluviosos…¿qué mejor forma de explicar como se siente uno, que meteorológicamente?. Me invade esa sensación inexplicable y entiendo que en este libro esta todo escrito y que la única forma de saber hacia donde vamos es continuar leyendo, incluso aun cuando las palabras se arremolinen y formen tormentas ilegibles en nuestra cabeza, o en aquellos momentos en que la lectura se hace tediosa y monótona. Avanzar y seguir leyendo es la única respuesta, es la única forma de conocer el verdadero destino del personaje principal de la historia. Entonces vuelvo, relaciono, entrelazo, me equilibro, respiro profundo, asumo que mi felicidad es solo mia y brindo por una perspectiva y una retrospectiva sincrónica, que quiero seguir leyendo en este, mi libro.

jueves, 28 de mayo de 2015

La historia está hecha de pequeños retazos, igual que cada pieza que construye el tren. Eso es mi vida, un solsticio construido de historias, que marcha sobre dos raíles que cierran su distancia a medida que el camino avanza, buscando llegar a un destino, a ese destino.